Más conocido por su labor de cineasta con películas como Acción Mutante, El día de la bestia, Perdita Durango, La comunidad, entre otras, en Recuérdame que te odie, el protagonista Rubén Ondarra reflexiona sobre la práctica del jugar al rol.
Y dice así:
[…] Avanzando por el pasillo abrí un armarito. En su interior, juegos de mesa. Cluedo, Monopoly, Operación: clásicos. Junto a estos, oculto por una insana amalgama de revistas porno alemanas de los ochenta -distinguí la palabra bukake, entre ellas-, la caja roja. Un ejemplar de la caja roja de Dalmau Carles Pla, con los bordes gastados y rotos, pero cuidada, sin reventar del todo. La caja roja de Dalmau era la llave al mundo del Dungeons & Dragons, los libros de instrucciones místicos que originaron todo. ¿Cómo podía darse esta extrema casualidad? Unos minutos antes especulaba sobre la trascendencia del Dungeon en mi desarrollo cognoscitivo, y ahora descubría, escondido en un armario del pasillo de Bruno, bajo un manto de mujeres lascivas, un ejemplar rarísimo de las instrucciones del juego de rol por antonomasia.
Todo aquel que abriera la caja roja caía irremediablemente rendido al mundo del Dungeon, espacio paralelo donde el iniciado suplanta la personalidad de un semidiós. En el Cluedo, durante unos minutos, el jugador vive la emoción de sentirse detective en una casa misteriosa, y disfruta resolviendo el misterio: la señorita Amapola, en la biblioteca, con la llave inglesa. En el Monopoly, el divino infante compra hoteles de manera compulsiva, acaparando dinero, arrancándolo de las manos a los demás jugadoores, a cambio de una breve estancia en sus posesiones. Los niños aprenden a especular y, sobre todo, a arruinar a sus semejantes, conocimientos prácticos extraordinariamente valorados en el mundo moderno.
La caja roja, sin embargo, era otra cosa: tú suplantas la vida de otro, para siempre. Tú eres otro. Con su fuerza, inteligencia, voluntad, constitución, destreza, sabiduría y carisma. Tus habilidades están perfectamente anotadas, y te entiendes mejor con tus congéneres que en la supuesta vida real. ¿Quiénes somos, en esencia? ¿Lo que fuimos y sufrimos en la infancia? ¿Por qué no puedo recuperar la mía? No lo sabremos nunca, pero con la caja roja lo tienes clarísimo. Conoces tus carencias, y tearmas para solventarlas.
Tienes un objetivo, una misión. Sabes quién eres y adónde vas. Ocupas un lugar concreto en el drama cósmico. El Dungeon Master, infinitamente sabio, controla tus movimientos y resuelve las consecuencias de tus actos a través de una metodología precisa e imparcial. Son los dados los que marcan tu destino, en base a tus habilidades. Para ello no basta un hexaedro regular. Eso es para el Monopoly o la Oca, los dos juegos que conducen simbólicamente al hombre, desde tiempo inmemorial, hacia un modo de vida unívoco y regular, prisionero de una perspectiva plana, encerrado en un universo cúbico.
El disco de Festos y el tablero de Elizabeth Maggie nos atraparon para encasillar cualquier acontecimiento humano privándonos de alternativas, y después, inducirnos a un objetivo único: la felicidad del monopolio, donde ganar implica hacer perder a los demás. La humanidad precisa de un sistema axiomático más complejo que el desarrollado por un vulgar hexaedro. Hay que quebrar sus esquinas y postular ángulos distintos. En la caja roja inesperada. Para desarrollar un juego justo que se acomode a un modelo más amplio de libertad, había que hacerse con nuestros poliedros. Queremos dados de tres, cuatro, seis, ocho, diez, doce y veinte caras.
Las múltiples combinaciones de esos dados generan infinitos resultados, que se modifican considerando las condiciones que envuelven cada situación. No hay trampas. No hay tablero. El tablero lo dibujan los jugadores. El espacio se construye jugando. Los lugares, si acaso, son descritos someramente con planos garabateados, especificando de manera abstracta la posición de los personajes: un debate con Dios en un espacio imaginario. No se juega a ganar. Ganar o perder son conceptos subjetivos: juegas a vivir.
Uno no se define por el fracaso que a su alrededor siembra sobre los cadáveres de sus compañeros de juego, sino por lo acertado de sus decisiones, que marcan una evolución en el personaje. En el verdadero juego, el legítimo, no hay fichas. Uno dice lo que quiere hacer, y tira los dados. El Dungeon Master te explica, con la caja roja en tus manos, si tus deseos se cumplen. Si sobrevives a la partida, en la siguiente mantienes tu identidad, modificada por la experiencia. Eres más fuerte, más sabio, o tu armadura más dura. Hay un avance, un progreso. El universo es ecuánime.
Creces, te haces más poderoso, envejeces. Las partidas dejan de ser un juego para convertirse en algo decisivo. Ya no juegas por jugar, juegas para desarrollarte, para fabricar tu nueva identidad. Juegas para conocer. No permites que te acompañe cualquiera en tus aventuras, no. Tus compañeros tienen que ser tan buenos o mejores que tú, porque dependes también de sus capacidades. Su fortuna está ligada a la tuya. Después de meses de juego, la supervivencia en el Dungeon pierde su carácter lúdico para convertirse en una necesidad perentoria. Los puntos de golpe que te asignaron al comenzar salvaguardan a tu personaje de la muerte. Eres capaz de todo por no perderlos, y más aún por aumentarlos. Tras inmumerables partidas, puedes llegar a ser un héroe, un semidiós. Solo los dragones dorados te infunden respeto. ¡Y el juego, amigos, es tan elegante! Conversar, es todo lo que se necesita: hablar para jugar, y un papel donde anotar lo que acontece.
No hay nada más bello. Universos mentales desplegándose en una tarde lluviosa de domingo. Combates a muerte frente a precipicios de papel. Amores imposibles en el corazón profundo de la Tierra. Tambores en la oscuridad.
Fragmento de Recuérdame que te odie.
Álex de la Iglesia. Editorial Planeta, Barcelona, 2015