Un universo narrativo, llamémoslo, personal. En mi ingenuidad, estaba haciendo lo que hoy forma una parte de lo que llamamos transmedia; no tan así, porque no imaginaba desplegar mis cuentos por distintos medios (muchos de los cuales aún no existían). Más bien sería como una colección de elementos recurrentes.
En ese mundo, el pasado era una especie de Buenos Aires surrealista, donde está ambientado el primer relato que publiqué en mi vida (Los perros; Axxón 35, agosto de 1992). El futuro, en tanto, era un mundo post-apocalíptico en el que la humanidad había vuelto a florecer pero olvidada de ciertas tecnologías. Me gustaba pensar que la sociedad vagaba entre ruinas blancas y largos puentes de piedra, sin saber si se cruzaba con hologramas o era gente real. Había una gran entidad que lo dominaba todo, antes y ahora, Teltianne Corporation, y unas mal llamadas Máquinas Estéticas de Capristo que podían alterar la apariencia con implantes de moda (Querida Mahoney, Axxón 42, marzo de 1993). Las personas eran sofisticadas pero superfluas y oscuras, todo el universo tenía un tono de nostalgia, de pérdida de la condición humana.
A la luz de los años, me doy cuenta que mi universo, al que jamás renuncié, es una mezcla de las películas, comics y novelas que amaba de chico: Blade Runner (Ridley Scott), El castillo (Franz Kafka), Arzach (Moebius), Brazil (Terry Gillian), Rayuela (Julio Cortázar), Crónicas marcianas (Ray Bradbury), El Eternauta (Héctor G. Oesterheld), El mundo sumergido (J. G. Ballard), la trilogía de la Fundación (Isaac Asimov), La ballena dios (T. J. Bass), Alvar Mayor (Enrique Breccia) y, tal vez mi lectura favorita, Retorno de las estrellas (Stanislaw Lem).
Podría nombrar, claro, diez o veinte más que atesoro en algún lugar de ese sótano –¡Lovecraft, Poe, Simmons, Salgari, Barker, King!– a donde suelo bajar cuando necesito ayuda. Cada una remite a una etapa de mi vida. Y cada cosa que hago, incluso este mismo libro, provienen de esa fuente de alegría que, cuando la pienso, me humedece los ojos. Es así de intenso.
Mi universo existe para mí. No es algo ya formado por completo, va mutando, a veces se expande, otras se contrae. Cambia a lo largo del tiempo, como yo mismo lo hago. Es un refugio donde la creatividad siempre es posible, donde todo se tiñe de un color parecido, una especie de óxido como el que soplaba el aerógrafo mágico de Chichoni para las portadas de la vieja revista Fierro.
Nuestro universo narrativo personal es mucho más que una creación pasajera. Nos acompaña desde su azaroso origen en la infancia hasta el gran final de los días. Por esta razón necesita muchos mimos, tiene que ser muy querido. Se forma con la pasión que nos mueve a ser creativos.
Y atención: el universo personal abre otros espacios y tiempos, es el otro lado de un agujero negro donde la materia no desaparece, por el contrario, surge. Cada vez que debamos crear, un pedacito de él se inflará hasta cobrar vida propia. Así podemos inventar diversos mundos para nuestro trabajo u oficio. De allí salen y nadie tiene por qué saberlo. Si a nosotros nos gusta, hay buenas chances de que a los demás también.
Texto de Diseño de juegos en América latina: Diseño transmedia