1969
Buenos Aires
Los palitos chinos
¿Será un juego de una cultura milenaria? ¿O simplemente se llaman así porque se parecen a los utensilios con los que los chinos comen arroz? ¿O por las varillas con que las japonesas se sujetan el cabello?
Sea como sea, el juego de los palillos –también llamado Mikado, como antiguamente se nombraba al emperador de Japón– requiere tanta habilidad y concentración como atarse el pelo lacio en un rodete o capturar una bolita de comida en un cuenco de porcelana.
Los cuarenta y un palitos están pintados de cuatro diferentes colores. Hay uno, el distinto, que es negro o blanco. Es el emperador, el que puede ayudar a mover los otros y el que más valor tiene. Con el puño cerrado hay que agarrar el haz de varillas; al abrirlo, estas se van desvaneciendo en el suelo y quedan en revoltijo. Por turnos, hay que sacar del embrollo palito por palito sin mover ninguno. Requiere paciencia, es como desenredar la maraña de un ovillo.
Tener el negro, el mikado, nos da mucha ventaja porque es una gran herramienta de rescate. Cuando no queda ninguna varilla por liberar se contabilizan los haberes: amarillos tres puntos, los rojos cinco. Azules y verdes, diez y quince. Veinte por el negro.
Con variantes, se juega desde por lo menos dos mil quinientos años. Acá, allá y acullá. En un templo budista, en un campo de arroz, en las cortes de las dinastías Qin, Han, Jin, Sui, Tang, Song, Yuan, Ming, Qing. En el Japón del Edo, del Meiji, y tal vez antes y seguro después. También en el living de casa, al ras del suelo, cuerpo a tierra, buscando ese «azul» que brincó con tal entusiasmo que se fue detrás del cristalero de mamá.