ficción lúdica

126

1970

Buenos Aires

La colorada

Es pelirroja. Recién este año ingresó a la escuela, así que además de ser rara, es la nueva. El color de su cabello le vale decenas de comentarios maliciosos a diario. Zanahoria, fideos con tuco, cabeza de fósforo: motes que ella acepta con fingida resignación porque sabe que en realidad nos tiene fascinados.

Estamos en esa etapa de la vida en que aún los chicos no nos juntamos con las chicas a jugar. Sus juegos nos parecen naderías, aunque la verdad es que no sabemos bien qué hacen, con qué se divierten. No nos importa y punto. Como en el patio de los recreos las maestras no nos dejan correr para que no nos lastimemos, los varones nos ponemos a jugar a las carreras de autos. Dibujamos una pista con una tiza robada del aula y hacemos correr por turnos nuestros Fórmula 1 de plástico. Algunos les ponen una cucharita adelante para que deslicen mejor. Parecemos gusanos arrastrándonos por el piso, y la ropa nos queda hecha un estropicio. Cada tanto, alzamos la vista y vemos a otro grupo jugando a las bolitas, a la payana o intercambiando figuritas. Todos en el piso juntando mugre. A excepción de las chicas –porque siempre son ellas–, que juegan a la rayuela, se enredan entre las patas un elástico y luego se desenredan, o saltan a la soga. 

La soga puede venir con unas manijas de madera torneadas para agarrarla, como las que usan los jugadores de boxeo al entrenar, pero esas sirven para saltar de a una. En cambio, la mayoría trae sogas compradas en la ferretería, sin manijas, y para que no se desflequen les hacen un nudito en las puntas. Se nota cuando una soga es nueva y cuando lleva meses de uso, por el color. Esas sogas de nudito son las preferidas porque pueden ser del largo que cada uno quiera. Cuanto más larga es la soga más pueden saltar. Cada extremo lo toma una chica y entre las dos deben hacer un movimiento circular perfectamente coordinado para lograr la curvatura y el ritmo adecuados que le permitan a una tercera saltar. La gracia es acelerar el movimiento de la soga hasta donde se aguante. Cuando la soga se le traba en los pies y suspende el movimiento, la chica que salta pierde y una de las que mueve la cuerda pasa a saltar y así sigue la ronda.

Durante un recreo, levanto la vista del suelo y la veo a la colorada. Su cola de caballo, larga y roja, se mueve al compás de la soga. Parece un alazán al trote. Sus pechos, apenas crecidos, suben y bajan con ella. Desde acá abajo, en la pista de F1, se la ve de perfil. Tan linda de golpe me parece. El movimiento de la soga va acelerando, se le enrojece la cara igual que el pelo, respira con dificultad mientras se ríen ella y las dos que están en las puntas. Al saltar más rápido los caramelos que guarda en los bolsillos se derraman por el piso. Suspenden el juego porque las golosinas son sagradas, esa es la ley primera. 

Cada tanto las chicas se organizan y hacen una gran soga atando una con otra, como los presos hacen con las sábanas cuando intentan fugarse. Pueden ser hasta cuatro o cinco sogas, que juntas hacen una de unos cuantos metros que ocupa casi la mitad del patio. Siempre que hacen eso a los chicos nos pica la curiosidad; no sé si es por el montón que se arremolina o por la magnitud de la soga, pero perdemos la concentración en nuestro juego, hasta que abandonamos para mirar.

Las dos chicas encargadas de mover la soga la estiran en todo su largo y quedan bien lejos una de otra. Empiezan a girarla con dificultad hasta encontrarle el punto. Dentro de la soga caben muchas chicas: cinco, seis o siete, tal vez más. Saltar se hace difícil porque siempre hay una que salta con retardo. Hasta que entran en ritmo. Los chicos dejamos de mirar y ya rodeamos la gran soga. Pasa un rato hasta que alguna se apiada y nos invita a jugar. Y sí, somos torpes, pero porque no estamos entrenados. La soga da vueltas, pega su latigazo al llegar al piso, pesada, y vuelve a subir. De repente, la veo con su enloquecida cola de caballo saltando tan pegada a mí que puedo olerla. Sus caramelos media hora explotan como volcanes de sus bolsillos. Los pisamos tanto que quedan triturados, rompemos la ley y nos reímos. Soy feliz hasta que la soga se frena en mi pie torpe.

 


Marvin Clock

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