ficción lúdica

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1871

Cincinnati, Ohio

Montague Redgrave

El padre del pinball, que todavía no existe, es un inglés gordo que llegó a puerto con cinco maletas cargadas de coloridas bolas de vidrio hechas en Alemania. Montague también tiene una bola de vidrio en lugar de un ojo, y, aunque no se lo imagina, va destinado a cambiar la historia. Asiduo jugador de billar, rampante diseñador de juegos, amante de los tiradores y los moños, una vez radicado en Cincinnati piensa que puede fabricar una pequeña bagatelle capaz de caber en la barra de los numerosos bares y cafeterías de esa ciudad norteamericana.

Por entonces, en los Estados Unidos hay numerosas variantes del juego, que llegó con los soldados franceses en los tiempos de la guerra por la independencia, y ahora es tan popular como los billares y los bolos. Pero son mesas grandes, que ocupan demasiado espacio, algo que no abunda en una urbe. El inglés cree que una mini bagatelle puede tener éxito en los locales más reducidos.

Las variantes del juego pueden tener cualquier combinación de agujeros con puntajes y clavos a modo de obstáculos, y el jugador en su turno envía las bolas de billar con un golpe de taco. Montague achica la mesa a un tamaño de maleta y, como sería imposible utilizar un taco
–uno pequeño le suena ridículo–, se las ingenia para montar un mecanismo de émbolo similar al que vio en unas antiguas bagatelles germanas. Así se impulsan las bolitas de colores, y ese es el mayor aporte y el que llega a nuestros días. Las bolitas, que son diez por jugador, a menos que haya otro pacto, salen disparadas por un canal de madera que se curva y, cuando se les agota la inercia, llueven por la superficie inclinada esquivando clavos con destino incierto. Si entran en los agujeros, o si se deslizan por los círculos delimitados por clavos, los jugadores cantan a voz viva los puntos y van sumando de a 20, 50 y hasta 300. Hay que calcular a ojito la fuerza del lanzamiento y no vale mover la mesa para cambiar de suerte.

Pero Montague le sigue dando vueltas al invento, hasta que decide cambiar los agujeros por campanillas. Un golpe, un sonido; cada sonido, más puntos. Además de llamativo, emociona a los parroquianos que van a jugar pasados de copas y terminan a los gritos.

Distribuye siete campanillas chiquitas en la parte alta. Luego pone una grande en el centro, dentro de un círculo de clavos que a duras penas dejan paso –¡sonido de triple puntaje!– y cuatro chiquitas más en la base, para consuelo. Por fin, con británica maldad, cubre de la vista el mecanismo de lanzamiento, de manera que el jugador tenga que adivinar la tensión del resorte. Acompaña la cosa con instrucciones y reglamentos.

Montague Redgrave firma su obra con una chapita que atornilla al costado y dice: Parlor Table Bagatelle. Sale con el prototipo bajo el brazo y vuelve con varios pedidos, y así cada día hasta que no queda bar ni cafetería sin su invención, ni noche de sueño tranquilo. A los meses registra la patente de un nuevo modelo con el número 115.357, Improvement in Bagatelles, 30 de mayo de 1871. Ahora hay una advertencia de copyright y también más reglas: se pone una «king ball» en un hueco arriba de todo y si se golpea con un tiro, donde caiga el rey se cuenta doble y vuelve a su posición para un segundo tiro gratuito. Tanta fama después, tiene que buscar socio porque no da abasto. A los pedidos de los bares se suman los hogares de Cincinnati, y la bola se va corriendo. Con Frederic Wilson forman Redgrave & Wilson y atacan Chicago y Pennsylvania. Un par de años después, Montague estará mudándose a Nueva Jersey, donde conseguir los materiales para fabricar la mesa es más fácil y no está la mujer que amó en Ohio. Allí hará nuevos modelos con nombre propio: Crusing, Columbia Base Ball, War of the Roses, Help your Neighbor, Is marriage a Failure. No son muy distintas unas de otras. Cambian la cantidad de campanillas, la disposición de los clavos, la fuerza del resorte.

 


Marvin Clock

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