ficción lúdica

56

1894

San Francisco

Tragaesperanzas

Es alemán el inventor de la máquina tragamonedas o, si se prefiere, tragaperras. Un tal Charles Fey, nacido en el pueblito de Vöhringen, en Bavaria. Fey se llamaba August, pero odia que le digan «Gus», por eso cuando emigró a los Estados Unidos se cambió de nombre y, ya que estaba, contrajo matrimonio con una americana. De chiquito ya andaba arreglando cosas y metiendo mano en todo lo que tuviera forma de máquina.

Trabajó en París, fumó puros, vivió cinco años en Londres, juntó unas pocas libras y a los veintitrés hizo el gran viaje a la tierra de la libertad, o sea al continente americano, promocionado como un solo país en el norte. Fue siguiendo el rastro de un tío inmigrado a Nueva Jersey a quien nunca encontró, hasta afincarse en la ruidosa San Francisco. Después estuvo trabajando en una empresa de telégrafos y, de un compañero constructor de la primera máquina de póker con sistema de pago automático (hasta ahí hacía falta un tipo que pagara los premios), se llevó sin permiso la idea luminosa: inventó la «slot machine», que, además de premiar sola, premia con monedas en lugar de papelitos.

Como es una cosa emotiva, le pone el nombre de Liberty Bell, que desde 1776 es símbolo de independencia por aquellos lugares. Antes de eso ya existían estas máquinas tragaesperanzas, porque en 1891 la Sittman and Pitt de Nueva York entregaba cigarros, ginebra y goma de mascar a los que alineaban cinco figuras –de las cincuenta cartas del póker– a fuerza de darle y darle a la palanca.

La máquina de Fey tiene sólo tres rodillos donde dan vueltas diamantes, corazones, picas, herraduras y campanas rotas, como la verdadera Campana de la Libertad, que tiene una rajadura misteriosa por lo metafórico. El auténtico cambio, la gran revolución, está en que el apostador que anda con buena fortuna y saca tres campanitas al hilo, gana cincuenta centavos contantes y sonantes. La Liberty timbera es enorme, dorada y negra y de puro hierro, y cuando suelta monedas pega un campanazo que aturde. Recompensa instantánea, éxito seguro. Filas de viciosos a toda hora hacen que Charles abra su propio taller.

En 1907, la Mills Novelty Company cambia hierro por madera, figuras por frutas, y a esta nueva máquina la bautiza Operator Bell, que se vuelve moda para siempre y recibe el cariñoso apodo de «fruit machine». No pasa mucho tiempo hasta que la ley de California dice: apostar en estas máquinas es ilegal porque no podemos cobrar impuestos.

 


Marvin Clock

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