ficción lúdica

09

550 a.C.

Atenas 

Dios no juega a los dados

Las seis caras del cubito de hueso –o, si se tienen dineros, de marfil– llevan grabadas marcas en forma de puntos circulares. Las hendiduras, a su vez, están coloreadas para que se noten mejor. Y algunos artesanos habilidosos decoran cada círculo con un reborde fino que lo hace un objeto más elegante. Cada cara tiene distinta cantidad de marcas, de una a seis, dispuestas de modo tal que la cara del uno es la opuesta al seis, la del dos al cinco, y la del tres al cuatro. 

Cuando se tira, el dado rueda y da algunas vueltas hasta que se fija al piso. La cara que mira hacia el cielo es la que vale porque es la que dialoga con los dioses. Los dados, la adivinación, el destino y la suerte nacieron junto con la humanidad.

Nadie los inventó en ningún lugar o todos lo hicieron al mismo tiempo.

Al principio eran feos, como los primeros hombres, hechos de guijarros, nudillos de animales o semillas secas. Eran de lo que sobraba en el lugar, pero elegidos porque en alguna de sus formas caprichosas había un signo escrito por una mano divina.

Hasta que, finalmente, los pueblos maduran y construyen sus elementos de adivinación con más esmero. Los hay de todos los materiales y colores, con las marcas más diversas y distintos números de caras.

Sin embargo, así como en ellos se puede leer el destino escrito a fuego en las estrellas, los hombres lo niegan forzando el azar. Echar suerte a los dados es jugar a torcer la fatalidad. Tal vez sale.

 


Marvin Clock

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