En otro tiempo
Isla de Creta
Primer autómata
Sesenta metros de altura tiene el autómata Talos. Fue construido por el artesano Dédalo con la misión de guardar las costas de Creta. Tres veces al día, el gigante de bronce recorre el perímetro de la isla, famosa por su laberinto. Es una máquina incansable. Ahuyenta a los navíos invasores arrojándoles enormes rocas que desprende de los acantilados, y captura a los pobladores que intentan abandonar sin autorización el brutal reino de Minos. Talos se sumerge en el fuego hasta quedar al rojo vivo y abraza a los transgresores para matarlos.
Nada puede destruir la poderosa maquinaria compuesta de engranajes, tubos y ruedas, animada por la sangre de los dioses, un secreto bien guardado por su constructor.
Pero esa mañana las nieblas del océano traen una nave de velamen negro y de ella descienden medio centenar de hombres y una mujer. Talos no los ve llegar por efecto de una brujería. Los navegantes se apiñan entre las puntiagudas rocas de la playa, con las espadas y los escudos en guardia, y esperan mudos hasta que el suelo empieza a latir como un corazón. Los pasos retumban. La bruma se abre en jirones ante el gigante, que deja de andar como si pudiera escuchar la respiración contenida de los aterrorizados héroes. La gran cabeza proyecta haces de luz hacia las rompientes, barre las aguas revueltas. La proa viva del Argo murmura al viento, invisible entre las olas.
—¡Talos!
La mujer, Medea, está de pie sobre la arena mojada. El centinela la descubre y da un paso en su dirección. Los hombres se encogen. Es como una montaña de metal cayendo. Muchos lo creen un ser orgánico, el último hijo de una malévola civilización de gigantes de bronce. Pero la sacerdotisa permanece firme y con los brazos extendidos, su pequeña figurita gris azotada por el ciclón. Sus labios se abren y cierran.
El coloso desvía las lámparas incandescentes de sus ojos. Vuelve a adelantar un pie, ahora hacia el costado. Sus brazos, como puentes de bronce, caen sobre los peñascos y los hombres, aplastándolos. Los sobrevivientes salen al descubierto, aullando y con las armas en alto. De nada sirve la embestida, porque el monstruo rechina y patea como un toro rabioso, golpea con las manos crispadas, y hace pedazos el metal y la carne y les tritura los huesos.
—¡Talos! –llama la hechicera, angustiada por la escena mortal.
Entonces el conjuro envuelve al solitario gigante, lo confunde y lo inmoviliza. Medea susurra palabras de bruja, traza runas en el aire, habla de inmortalidad. Talos escucha la promesa con la mirada ardiente porque no quiere morir.
Y así el héroe Jasón logra deslizarse inadvertido a sus espaldas. Hasta el enorme tobillo llega la vena que anima al centinela, cerrada por una clavija que Dédalo dejó allí por si alguna vez Talos debiera ser detenido. Jasón golpea una, dos, tres veces con la espada. El bronce no resiste. La piel estalla y expulsa la clavija envuelta en vapor. El gigante no parece reaccionar, y el icor brota como un manantial dorado y se le lleva la vida.