ficción lúdica

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1927

Buenos Aires

Del barrio La Mondiola sos el más rana…

… y te llaman Garufa por lo bacán; tenés más pretensiones que bataclana que hubiera hecho suceso con un gotán. Durante la semana, meta laburo, y el sábado a la noche sos un doctor: te encajás las polainas y el cuello duro y te venís p’al centro de rompedor. Garufa, ¡pucha que sos divertido! Garufa, ya sos un caso perdido; tu vieja dice que sos un bandido porque supo que te vieron la otra noche en el Parque Japonés.

 

Es sábado a la noche. Mientras cantan el tango de moda, terminan de empilcharse y se pasan por la cabeza tanta gomina que el pelo duro y brillante parece lamido por una vaca. Van hacia el Paseo de Julio y Callao, casi enfrente de la pista de patinaje del Palais de Glace. Andan con ganas de emociones fuertes y para eso «el Japonés» es más rendidor que el hielo. En apenas unos años, un 26 de diciembre de 1930, un inexplicable incendio lo dejará en ruinas. Pero eso los muchachos aún no pueden saberlo.

Abrió un año después de los festejos del Centenario, pero de eso tampoco se acuerdan estos muchachos, que recién rondan los diecinueve. Para ellos, el parque existe desde el principio de los tiempos.

El Japonés es un espectáculo digno de ver. Único en su tipo en Sudamérica. Orgullo porteño, realizado por el febril ingenio de un arquitecto nacido en Suiza, con éxito en Estados Unidos y muerto en Buenos Aires, el mismo que hizo la Catedral de San Patricio y el Hotel Plaza.

Al bajar del «tramway», lo primero que se ve desde lejos es el cráter del monte Fujiyama. Sí, el mismísimo volcán Fujiyama, a pocos metros del Río de la Plata. Está entre dos espejos de agua, el gran lago y el lago menor. Para los muchachos, acostumbrados a las tediosas llanuras, interminables y chatas, este paisaje de utilería es la octava maravilla. Pueden abordar el tren panorámico y recorrer 1.400 metros de región lacustre, atravesar grutas, ascender hasta las nieves eternas e ir cuesta abajo donde el lago grande. Luego pueden navegar en canoa entre los quioscos en forma de pagoda iluminados por cientos de bombillas de la isla de las Geishas. Sí, no hay geishas, pero a medida que la penumbra avanza cambia el paisaje humano; las familias se retiran, pues se sabe que pronto la zona se puebla de hombres y mujeres, jóvenes y no tanto, bellos y no tanto, noctámbulos, melancólicos, niños bien, atorrantes, casos perdidos.

Casi como una fijación volcánica, los dueños del Japonés hacen traer desde Coney Island –sitio que los muchachos no oirán nombrar jamás–El terremoto de Messina. El espectáculo simula un sismo en la región siciliana y los espectadores experimentan el resquebrajamiento del suelo y un tsunami, al que en esta época todavía le dicen maremoto.

Otras atracciones son las Ruinas de Taj Mahal, el Waterchute, con una pendiente de 50 metros que cae en el lago, la Aldea Indostánica, el Circo Romano con luchadores y fieras, la Rueda de la Fortuna, la Montaña Rusa, la Casa del Té, el Pabellón de Música, todo construido con el más asombroso detalle para que el viaje por esos lugares de ensueño aleje de la mente por unas horas las preocupaciones diarias.

Hay que ir con algún «mango» al Japonés para pagar el pase a las atracciones, que ya nuestros muchachos se las tienen bien conocidas de tanto ir. Están crecidos y sus obsesiones son otras. En el Club Japonés se come bien y se baila al son de la orquesta. En la milonga, los muchachos son capaces de bailarse La Marsellesa, la Marcha a Garibaldi y El Trovador. Con un café con leche y una ensaimada, rematan esa noche de bacanal y al volver a su casa de madrugada, dicen «Soy un rana, fenomenal».

 


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