ficción lúdica

59

1904

Virginia

Fortune Teller

No hace mucho tiempo desde que conviven hombres y máquinas. La gitana, que ha perdido a casi todos sus clientes, por fin deja el orgullo de lado y hace fila delante de la galería donde se puede visitar a estos nuevos adivinos artificiales. Hay de todo: mujeres vestidas mejor o peor, viejos, jóvenes y algunos niños de pantalón corto abrazados a la pierna de los mayores, porque les da miedo. Todos esperan que las prodigiosas máquinas les digan cómo será el futuro y que lo hagan con tecnológica eficiencia.

La gitana, que lleva años en el oficio, sabe predecir con cartas de Tarot, observando la línea de la vida de la palma izquierda y en especial con su tesoro mayor, una pequeña bola de vidrio negra, que ella presenta como una perla gigante de los mares de Asia, cosa de ganarse el respeto de los desconfiados y la envidia de sus colegas. La gitana lleva tantos años adivinando el futuro que no recuerda cómo empezó, ni siquiera cuántos años tiene, y cree que es mejor así porque a ella misma le gusta pensar que su sabiduría procede del confín de los tiempos.

Desde que los hermanos propietarios de la feria trajeron estas máquinas adivinadoras, la mujer junta unas pocas monedas que apenas le alcanzan para darle de comer a su nieto, un pequeño rezongón que duerme todo el día si no lo despierta para ir a la escuela. Le gusta hacerlo con un mendrugo de pan y una taza de leche fresca. Pero las máquinas le arrebatan lo poco que gana.

La gitana no entiende cómo una cosa inanimada puede decirle a la gente su porvenir, y menos lo que desea escuchar. A ella le basta con observar una mirada, el brillo de los ojos, el tono de la piel, para saber si una persona está atemorizada, o desesperanzada; si estuvo llorando o riendo, si sus arrugas suman un largo ciclo de preocupaciones y angustia, si le duele el estómago. Las manos hablan cuando se restriegan nerviosas, y hablan cuando cuelgan como pájaros muertos. La postura del cuerpo, adelantado, o distante; las ropas de pobre o de buen pasar: todo eso puede decirle cosas a esta gitana, y entonces ella presiente, habla, murmura palabras de consuelo, o cosas que siempre la toman por sorpresa a sí misma. Con el oficio aprendió a evitar la crueldad, pero a veces no puede mentir. Sabe si alguien sufre, si quiere cerrar un pésimo negocio, si está enfermo o si sólo vino a su tienda por curiosidad. Todo esto es posible porque es un asunto de espíritus que comulgan en un mismo tiempo y espacio. Entonces, ¿cómo podría una máquina, que carece de alma, saber del destino de los hombres?

Casi una hora demora la gitana en entrar a la galería de nuevos prodigios. Y aunque le contaron cómo son las máquinas adivinadoras, le resulta imposible mantenerse escéptica. Al igual que todos los asombrados visitantes, siente un temor reverencial ante los coloridos armatostes. Parecen ataúdes cuya parte superior encierra al muerto tras un cristal, horrorosamente iluminado por lamparitas eléctricas. La gitana, ahora parada delante de un grotesco burro con levita, luego ante un demonio rojo de pequeños cuernos negros, mira azorada el movimiento mecánico de cabezas y brazos, oye los perturbadores chirridos y las voces sobrehumanas. Voces que dicen el futuro, como hace ella, en un repugnante matrimonio de ciencia y magia. La mujer tiene miedo. Y su miedo se vuelve terror cuando descubre, un poco más allá, a una gitana de cerámica que mueve la boca y lee el futuro en una bola de cristal, porque lo que ve, en definitiva, es su propio destino.

 


Marvin Clock

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