1703
San Petersburgo
Montaña rusa
El frío del invierno en San Petersburgo es descomunal. Cuando levanta sobre los terrenos pantanosos del delta del Nevá, la humedad se puede agarrar con las manos. Duelen los dientes y la nariz al respirar, arden los ojos y la piel se encarna. Pero el alma rusa es sufrida y padece rigores más duros que el clima. Pedro no lleva la cuenta de cuántos siervos se le mueren mientras construye su ciudad real, su «ventana a Europa». Está resuelto a occidentalizar Rusia. Le aburre escuchar a los afeminados diplomáticos franceses cuando se refieren a él como «príncipe oriental» o se sorprende al escucharlos murmurar «tártaro». Infames. La ciudad está quedando magnífica, monumental, como las estepas de su patria.
En la nueva capital no solo se construyen los palacios del zar, también se establecen los grandes señores que se arriman al poder imperial, funcionarios, embajadores, generales y toda una cohorte de servidumbre para alimentarlos y limpiarlos.
En invierno todo se congela, incluso el espíritu, y la melancolía avanza junto a la bruma que se levanta de las marismas. Hay que alegrar a las almas en pena hasta la próxima primavera. Pedro manda construir un tobogán de madera, ancho, largo y empinado, a lo Grande, como él. Las nieves se acumulan y se solidifican sobre el tobogán que sirve de plataforma para deslizarse sobre un trineo, veinticinco metros hacia abajo, por una pendiente pronunciada. Con la cara irritada por el frío y los pulmones sin aire de tanto grito y carcajada, los Romanov y su séquito vuelven a vivir.
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