ficción lúdica

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Kioto

Los jugadores de Go

Desde que el shogunato empezó a sostener con las arcas estatales a las cuatro casas de Go, la rivalidad entre ellas se extremó. Al principio eran familias de jugadores empedernidos, pero con Tokugawa pasaron a ser verdaderas academias supervisadas por el mismísimo shogun.

El Go llegó de China a Japón hace mil años y con rapidez hizo furor en la corte imperial entre los monjes, los generales y los samuráis. Pero desde que gobiernan los militares pasó de un juego de élites a ser parte de la formación de todo ciudadano decente.

Disciplina, concentración, intuición e inteligencia, es lo que enseñan las escuelas de Hon’inbo, Hayashi, Inoue y Yasui. Sus integrantes compiten año tras año en los juegos oficiales. Los mejores son los de Hon’inbo, tienen varios ganadores con el título de meiji, expertos en el arte del Go.

Resulta que las cabezas de las casas de Inoue y Hayashi, además de oponentes en el Go, son enemigos acérrimos. El origen de tanta odiosidad siempre se mantuvo oculto, dando rienda suelta a infinitos chismes que ninguno se ocupó de desmentir. El de Inoue es padre de una única hija. Y el de Hayashi de un único hijo. Hija e hijo, ambos nacieron el mismo año, el mismo mes y el mismo día.

Himiko, la hija, es una gran jugadora. Lo mismo que Taiyo, el hijo. Sus padres los prepararon y ya tienen la madurez necesaria para jugar en público. No es habitual que las mujeres participen en esta clase de eventos, tan expuestas; pero, como Himiko es tan buena jugadora, e hija del líder de una Casa, se hace una excepción.

El día del torneo, Himiko y Taiyo saludan a los presentes con las inclinaciones de rigor y se sientan junto a la mesita de juego sin mirarse. Himiko juega con las piedras negras, porque como mujer le dan la ventaja de empezar, aunque hubiera preferido las blancas. Los trescientos sesenta y un cuadraditos del tablero están vacíos esperando sus fichas. Coloca la primera sobre el punto que forman cuatro cuadrados en la mitad del tablero más cercana a Taiyo. Ahí es cuando Taiyo ve por primera vez a Himiko: ve su mano. Sólo su mano, blanca, perfecta, con largas uñas redondeadas. Llega el turno de las fichas blancas y Taiyo coloca la suya en el punto contiguo al lado de la ficha negra. Himiko da un respingo y mira por primera vez la cabeza de su oponente: tiene un remolino ingobernable en la coronilla. Se ríe para adentro, inmutable como le enseñó su padre, y coloca otra ficha negra al lado de la blanca. Taiyo respira una fragancia a flores que lo turba: es el perfume de Himiko. Se avergüenza de la cercanía y, como queriendo escapar de ella, coloca su blanca lejos, al borde del tablero. Una nueva ficha negra rodea su primera ficha blanca. ¡Atari! ¡Qué idiota! Imagina la mirada de su padre. Y, ficha tras ficha, Himiko y Taiyo se van conociendo. De a poco. Por partes. La manga de un kimono que se desliza. Una trenza que cuelga al reclinarse sobre el tablero. La comisura del labio. Se observan obsesivamente, pero con disimulo. Se seducen con movimientos mínimos. La partida deja de importarles. Juegan como autómatas, sin alma; tanto, que termina en un empate técnico.

Al salir del torneo, lo mismo el padre de Himiko como el de Taiyo increpan a sus hijos. Fue la partida más insípida jamás vista, les dicen. Hemos hecho el ridículo. Con la cabeza gacha, dando muestras de aflicción, Himiko y Taiyo se dicen para sí con una sonrisa detrás de la máscara: ¡hay que conocer al enemigo!

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