ficción lúdica

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Londres

La belleza de una tabla

No es que surjan por generación espontánea como los dados. Pero lo parece. Los informes que recibimos de nuestro viajero del tiempo nos indican que fue avistado en las estepas persas, en las islas británicas, en la cuenca del Nilo, a la vera del río Amarillo, en las islas de fuego de Japón, en Constantinopla, Roma y al-Ándalus, para no seguir enumerando.

Se llama Nard en Persia, de donde muchos acuerdan en que surgió. Otros aseguran que tanto el «tablero de Ur» y el Senet egipcio son sus eslabones perdidos.

En el Libro de los juegos, Alfonso el Sabio se refiere a él como Tablas. En España es conocido como Tablas reales o Chaquete. En Francia, Gargantúa –el gigante rabelesiano– lo juega como Trictrac y Toutes Tables. Tabula le dicen en Roma y siglos después, cuando dejan de vestir toga y sandalias, la llaman Tavola reale que suena parecido. Sugoroko en Japón, Shuanglu en China, Golaka-Krida en India. Irish en Inglaterra. Shesh Besh, Mahbusa, Moultezim, Gioul. En cada lugar el mismo juego tiene uno o varios nombres.

Gentiles y plebeyos, varones y féminas, todos juegan a las tablas por igual. A cada uno de los jugadores le corresponde fichas redondas y chatas como pastillas, blancas o negras. Dos dados proveen el azar. Una barra central divide el tablero, que tiene dibujados veinticuatro picos donde se sitúan las fichas. Hay que capturar las enemigas y lograr sacar las propias del tablero haciendo un recorrido en U, saltando entre pico y pico.

Algunas tablas son una verdadera hermosura. La geometría elegante de sus dibujos deriva en complejas fantasías con los más variados colores y materiales. Los artesanos saben que el juego es como la comida: entra por los ojos. Quizás, en parte, se deba a ellos que el Backgammon
–que así comienzan a llamarlo en Inglaterra en el siglo XVII– esté tan difundido por el mundo.

 

 


Marvin Clock

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