ficción lúdica

171

1980

Tokio

Waka-Waka-Waka

Tōru fue alterando el diseño original de su Puck-Man para que la jugabilidad se extendiera lo más posible. De nada sirve un juego que aburre a los pocos minutos. Lo primero que hizo fue aumentar los puntos que gana Puck-Man. Diez por cada puntito comestible, y 200 por cada orbe de energía. Si come un fantasma, 200; si caza dos, 400; si son tres, 800; si se embucha los cuatro antes de que termine el tiempo, 1.600. La velocidad de desplazamiento es menor en modo pánico, y el tiempo de cacería va disminuyendo nivel tras nivel. Las frutas aparecen un par de veces según tiempos que determina un falso azar.

También hizo cambios al laberinto, hasta quedarse con una versión que le gustaba. Para facilitar la escapada, agregó un túnel; Puck-Man entra por un extremo y sale por el otro, pero si los fantasmas lo siguen van más lentos. Y después vino el mayor acierto: cada fantasma tiene su personalidad, representada en la manera que intenta cazar al monstruo. Tienen nombre, apodo y color: Oikake (Akabei) es rojo y agresivo, Machibuse (Pinky) rosadito y bueno para emboscar, Kimagure (Aosuke) es tan celeste como impredecible, y Otoboke (Guzuta) distraído naranja, siempre yendo para otro lado.

En la lógica de la programación, el laberinto pasó a estar dividido en mosaicos invisibles para permitir el control de comportamiento. Los fantasmas marchan siempre derechito, hasta que llegan a una bifurcación, donde deciden si doblan y hacia dónde. Tienen prohibido retroceder, a menos que entren en pánico. También invierten dirección si justo les da por dispersarse, cosa que pasa un par de veces por nivel.

El chiste es cómo deciden. El fantasma rojo apunta siempre a la posición de Puck-Man, así que dobla a izquierda o derecha, o bien sigue de largo, según el mosaico donde ande el monstruo del jugador, y continúa por ahí hasta una nueva bifurcación. El rosado calcula cuatro mosaicos por delante, por eso trabaja bien con Akabei en materia de rodeos. El celeste es el más loco, porque va hacia la intersección que resulta de trazar una línea recta entre Puck-Man –igual que hace el fantasma rojo– y la posición adelantada a la que se dirige Pinky. El naranja corre hacia Puck-Man siempre que esté a más de ocho mosaicos, y se aleja si está a menos, por eso da la impresión de que esquiva el encuentro, y en ocasiones de que se asusta cuando Puck-Man le amaga el choque; en ese caso, cambia de dirección apenas llega a una esquina porque se ve a menos de ocho mosaicos de distancia.

Hay muchos otros cambios. Las frutas aparecen dos veces por nivel y dan cada vez más puntos (y luego se transforman en una nave de Galaxian, después una campana y finalmente una llave de cinco mil puntos entre los niveles 13 a 255). Akabei acelera un poco a medida que Puck-Man se come los puntitos. El tiempo de pánico es cada vez menos hasta el nivel 19, donde ya no los asusta nada. Al empezar los fantasmas salen de la casa según reglas precisas: el rojo no pierde ni un segundo, el celeste sale cuando Puck-Man comió treinta puntitos, y el naranja a los ochenta, es decir, cuando restan dos tercios para comerlos a todos y terminar el nivel. Los toques finales incluyen el sonido y la música.

Satisfecho, el equipo de Tōru presenta el resultado. Es mayo de 1980, y han trabajado duro por un año y medio, cosa nunca vista en el joven mundo de los videojuegos. Y aunque los directivos de Namco huelen a fracaso, porque no es juego de tiros ni carreras, producen la máquina y asisten asombrados a la reacción del público. Puck-Man es algo nunca visto, un género nuevo por completo, colorido, divertido; las mujeres lo adoran a primera vista, atrayendo a cientos de miles. Así empieza el gran fenómeno de los años 80, con miríadas de cabinas del juego distribuyéndose por todo el país. Y la bola se expande cuando Midway, siempre atenta al Japón tras el éxito de Taito, compra la licencia y lanza la máquina en los Estados Unidos en septiembre. Claro que le cambia el nombre para evitar el chiste vulgar, y los fantasmas reciben otros apodos: Blinky, Pinky, Inky y Clyde. La cabina pasa de blanca a amarilla como Pac-Man y a partir de entonces es un fenómeno masivo. Atrás queda Space Invaders, que parecía imbatible, aunque serán ambos juegos y sus personajes los que se transformarán en los símbolos fundamentales de la cultura del videojuego.

 


Marvin Clock

[160:171:171]   123, 133

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