1979
Tokio
Fantasmas
A Tōru Iwatani, buen fabricante infantil de pesadillas, lo tranquilizaban con la leyenda del monstruo bueno que se come a los monstruos que asustan a los chicos cuando duermen. Los espíritus venían a darle fuerzas al monstruo bueno para enfrentar el miedo, y con esa energía vuelta hambre, el enorme y peludo bicho se comía a los malos. Así ya no había que temer a la noche ni a los sueños y los niños de Japón dormían en paz.
Tōru entró a trabajar en Namco como aprendiz a sus veintidós años, allá por 1977. Autodidacta, pero suertudo, porque pronto haría pie en la nueva división de videojuegos de la compañía, que hasta entonces fabricaba juegos electromecánicos para el público infantil. No sabía de programación ni arte, aunque le gustaba dibujar personajes de estilo manga. Los siguientes dos años estuvo aprendiendo y esforzándose, hasta que le asignaron su propio proyecto de investigación. Debía diseñar y hacer un juego de video junto a un equipo de otros nueve empleados de Namco, casi todos con alguna experiencia en la creación de juguetes. De manera que Tōru podía dedicarse a pensar y diseñar, algo que no era común por entonces, porque los programadores hacían todo, desde el código hasta el diseño, los gráficos y la música. Pero aquí había un equipo completo con expertos en cada rubro. Tōru se puso manos a la obra.
En esos tiempos, en materia de videojuegos todo era tenis, coches de carrera y extraterrestres malvados. Los jugadores casi siempre varones, porque se decía que las chicas jugaban con muñecas y la tecnología les daba flojera. Pero Tōru sabía que no era así, porque tenía hermanas y primas y tías. Quería un videojuego que las mujeres pudieran disfrutar. Por ejemplo, uno que tuviera comida, porque, pensaba, a ellas les gusta cocinar más que disparar rayos y atropellar gente. Algo con pelotas como Pong seguro funciona para ambos sexos, pero ya había demasiados clones. Space Invaders era imposible de superar. Así que hizo un mapa con frutas y pescados de mar, y un personaje sin forma que debía comerse todo, pero no se convencía del mensaje ni del objetivo del juego. Entonces Tōru se acordó de sus pesadillas de niño.
—Los malos sueños son como laberintos donde uno está atrapado –le dijo su abuelo una noche.
Paredes y caminos sin salida, donde acechan las más terribles criaturas. Y estaba ese monstruo enorme que siempre venía al rescate, rodeado de espíritus bondadosos que lo protegían. Tōru dibujó un laberinto, y puso comida en los corredores. Cuatro fantasmas malignos perseguirían al monstruo bueno hasta alcanzarlo. ¡A menos que lograra reunir la energía de los espíritus, y entonces el cazado se convertiría en cazador! Le gustaba el concepto desde siempre. Popeye era su personaje favorito, porque se volvía poderoso cuando comía espinacas. Tōru colocó un orbe de energía en cada una de las cuatro esquinas del laberinto, rodeando al monstruo salvador.
Los fantasmas malignos podrían tener tres estados: persecución, dispersión y pánico. En modo de persecución, irían tras el monstruo para cazarlo, y en modo dispersión volverían a sus posiciones, una en cada cuadrante. Cuando el monstruo comiera un orbe, los fantasmas entrarían en pánico alejándose durante unos pocos segundos, tiempo en el que podrían ser devorados.
Mientras Tōru Iwatani y su equipo trasladaban el concepto a un prototipo digital, Namco había lanzado dos juegos en preciosos colores
–uno de ellos Galaxian, inspirado en el Space Invaders de Taito– y de repente, munido de la nueva tecnología, la imaginación de Iwatani se iluminó de vivos tonos pasteles. Dio uno característico a cada fantasma: rojo, rosado, celeste y naranja, pero todos azules si estaban en modo pánico. También las paredes se tornaron de un azul vibrante.
Después debió pensar en los gráficos. Como Popeye, debería tener humor. Los hizo simples pero llamativos, con el monstruo de un bondadoso amarillo brillante. De cuadrado pasó a círculo, y para que tuviera boca le recortó un triángulo.
—Parece una pizza –le dijo el programador, que enseguida puso al monstruo a abrir y cerrar la boca, porque se tenía que engullir todo. A Tōru le pareció realmente apropiado. Y puso frutas para que comiera.
Entre todos lo bautizaron Pakkuman y luego Puck-Man, porque en japonés el sonido de masticar se dice «paku», que sería el sonido perfecto. Tōru no quiso ojos ni nariz. El monstruo Puck-Man era perfecto así. A los fantasmas sí les puso ojos, que eran lo único que les quedaría si los devoraran. Así que en el prototipo los ojitos solos empezaron a volver a la casa de los fantasmas, en el centro del laberinto, y de ahí los bichos salían enteros de nuevo. Seis meses habían pasado desde el inicio del proyecto, y Puck-Man todavía tenía un largo camino por delante. Raro era que se tardara tanto. Sin embargo, el juego todavía no estaba listo. Tōru y su equipo habían notado que se volvía aburrido enseguida, porque era fácil esquivar a los perseguidores y comerse los doscientos cuarenta puntitos del laberinto. Tōru supo que tenía que hacer cambios.
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