380 a.C.
Tarento, Magna Grecia
La paloma de Arquitas
Arquitas los reúne a las afueras de la ciudad, en una playa hermosa y despejada. Es un espléndido verano en el sur de Italia. Dice que estuvo trabajando mucho tiempo en un artefacto y quiere mostrarlo. Llegan todos juntos y lo ven. La figura robusta y atlética, de quien se ha educado en las artes militares, se recorta sobre el telón de mar. Pero Arquitas es mucho más que una espada.
Versado en la ciencia pitagórica, es amigo de Platón, quien forma parte del grupo que se acerca. Una gaviota que sobrevuela la playa se les viene encima a pique. Se arrojan entre los médanos para evitar el impacto y la maldicen con vehemencia.
—Les presento a mi paloma voladora –Arquitas estalla en carcajadas.
El bicharraco está construido en madera blanca y es extraordinariamente parecido a su modelo real. Todos lo ponderan. Pero el verdadero portento es que vuela. El mecanismo de la paloma posee un complejo sistema de pesos en delicado equilibrio, de modo tal que se mantiene a flote cuando una corriente de aire queda capturada en su interior, haciéndola volar.
—¡Pero tiene un defecto! –exclama entre risas Arquitas–. Cuando se posa, el mecanismo se detiene y la paloma se empaca como mula.
El grupo festeja al autómata volador, menos Platón, que está serio. Él es un purista, y en silencio le reprocha a su amigo haber corrompido la geometría.