ficción lúdica

01

3300 a.C.

Sumeria 

El que mira la luna

El Monolito ha desaparecido muchos siglos atrás y no volverá al recuerdo de los hombres hasta 1948. Ahora en el viejo valle donde los Primeros merodeaban hay un pueblo, que también es viejo, y dos ríos, que parecen haber estado allí desde siempre. Los hombres andan erguidos, envueltos en ropas y con zapatones de piel que los protegen del invierno.

Las extensas jornadas de cacería terminan en rondas de empujones y golpes amistosos, o no tanto, que hacen reír a las mujeres y niños y dan premio. No se juega solo: se arma un bando que compite contra otro. El más fuerte o el más rápido se queda con las cabezas de los bueyes y pájaros que se apilan tras la jornada. Los perdedores se llevan lo que resta y por todas partes se va y se viene intercambiando carne por semillas y semillas por carne.

Con cada luna nueva vienen a comerciar los hombres del este, que traen piezas de bronce, armas y collares de huesos, y un día, contagiados por el juego, se suman a la competencia. Apuestan trofeos y aportan risas, y no falta una que otra escaramuza.

Cuando ganan los visitantes hay que dejar registro. Se ponen huesecillos y miniaturas de barro y piedra dentro de una bola hueca de arcilla, se la marca por fuera con el nombre del propietario, y cuando se endurece ya es prueba y también premio. En caso de discusión, basta con romperla y comprobar lo que tiene adentro. Así los hombres llevan y traen mercadería sin tener que cargarla. Y otro día ya no se rompe, se intercambia bola por cuero, carne por bola, bola por semilla.

Esa noche, mirando como siempre el disco blanco de la luna, uno de los hombres tiene una idea. Sin saber por qué, le viene a la memoria la forma rectangular y fría de una losa negra y, en lugar de meter cosas en la bola de arcilla, la aplasta y cuando todavía está fresca le hace marcas que representan cosas y así inventa el arte de escribir.


Marvin Clock

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