1995
Nagoya
Máquinas del tiempo
Hasta cinco pisos puede tener un Pachinko en el Japón. Y cada piso, cientos de multicoloridas y multirruidosas máquinas que trabajan las veinticuatro horas y son deporte nacional. Verdadero furor entre adolescentes y adultos, lugar de encuentro y desencuentro, de amores y odios, de sana diversión y adicciones demoníacas. Meterse en una sala de Pachinko es como caer borracho por un caleidoscopio.
Filas de japoneses, turistas curiosos y serviles empleados de uniforme pueblan los corredores, flanqueados por hileras de máquinas incansables con el poder de distorsionar el tiempo. Si uno se sienta a jugar, de inmediato queda hipnotizado por las luces, la música, la lluvia de bolitas de acero y la pantalla brillante, donde puede haber una historia de peces, duelos de luchadores forzudos o una tímida adolescente animada que se desnuda de a poco, nunca hasta el final. Y así el tiempo se tuerce y se retuerce igual que el intenso humo de tabaco que flota por todas partes, para que al descuido caiga la noche, o llegue la mañana. En un Pachinko no hay soles ni lunas, sólo un túnel giratorio de bolitas de acero cayendo por esta especie de pinball vertical.
Las bolitas son diminutas, pero están grabadas con preciosos diseños exclusivos de cada sala de juego, porque así se evita el tráfico ilegal. El jugador de Pachinko compra cientos por vez, se las ponen en un balde o una bandeja, y luego pasea por los pisos y corredores buscando la máquina que intuye ganadora. Enseguida se sienta, carga un puñado de bolitas en el contenedor, y cuando pulsa el botón de largada empieza el espectáculo. No se puede desviar la atención, incluso la vista queda pegada. La cosa es girar el dial del cañoncito eléctrico que decide velocidad y fuerza, y así expulsa un constante flujo de bolitas al cuerpo central de la máquina; como dos o tres por segundo. Entonces caen por gravedad y por azar, golpeando obstáculos, rebotadores y trampas hasta desaparecer en la barriga metálica. Pero algunas bolitas fieles se van por los agujeros y de ahí vuelven como premio al poder del jugador, en un ciclo interminable de incentivo y recompensa. Eso no es todo. A veces la máquina decide abrir uno o dos segundos los pétalos de las troneras centrales, cosa que aumenta la chance de embocar, por eso el jugador veterano achica el ojo y va calculando el instante preciso, la velocidad correcta.
Hasta los años ‘80, los Pachinko eran electromecánicos, pero ahora tienen computadores. No falta una tragamonedas digital en el centro de la máquina, que rueda cuando se acierta un agujero central. El pago siempre es en bolitas, aunque la idea pasa por alinear de tres a cinco figuras iguales, o pegarle justo a la combinación ganadora, y vuelven a caer más bolitas y el jugador solo mueve la muñeca sobre el dial con la mente en quién sabe dónde.
Hay que parar en algún momento, a veces porque la vida sigue en el mundo real, otras porque se nos terminan las lustrosas bolitas de acero. Uno aprieta el botón de final, que por arte de magia invoca a la asistente de coletas, que parece escapada de un animé, para que lleve el balde con bolitas a la máquina contadora, y para que la encargada decida el premio. Como el gambling es ilegal en el Japón, los Pachinko no entregan dinero. Si las bolitas alcanzan, toca algo decorativo o poco útil, como una lapicera o un muñeco. Si son suficientes, algo plateado o dorado, que tampoco tiene valor. Claro que afuera del local hay montones de tiendas donde estos falsos premios de oro y plata se cambian por yenes contantes y sonantes. Eso sí es legal.
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