ficción lúdica

210

1990

Mêlée Island

En lo profundo del Caribe

Hay magia en jugar juntos. Se arriman las sillas de a dos, las rodillas se tocan, él mueve el mouse y ella ceba mate. A veces es al revés, porque es justo intercambiar lugares. El que mira puede dar indicaciones, pero quien tiene el control pasea el puntero, prueba esto y aquello. A veces combinan un verbo con un objeto del inventario y la historia da un paso más. Otras, se ríen leyendo los diálogos o cuando Guybrush Threepwood se declara perdido por la hija del gobernador, la bella Elaine Marley.

Giran la rueda de papel hasta que la cara del pirata es la misma que les impide el paso en la pantalla, tal es el sistema antipiratería del juego. Ingresan la clave, suena la música de tambores, un chillido de chimpancé, y allí está, la isla solitaria, oscura bajo el disco blanco de la luna, con las pequeñas lucecitas del pueblo encendidas sobre la costa.

La historia los atrapa más que un libro. Dejan cualquier cosa para jugar. Y cuando no lo están haciendo, porque trabajan o estudian, la cabeza les da vueltas pensando en cómo resolver la última situación. Hasta tienen miedo de meter la pata, de hacer algo imperdonable, estropearlo todo, aunque lo saben broma, porque es lindo dejarse convencer de lo terrible que serían las consecuencias. No es raro que se les ocurra probar algo muy tarde, ya en la cama. «¿Y si el monito del barco, el que toca la pianola, tiene algo que ver? ¡Nos olvidamos de probar eso!» Es tan intenso el entusiasmo, tan seguros están de que podría funcionar, que dudan si levantarse de madrugada y encender la PC. Claro que no lo hacen, no siempre, y al día siguiente en el desayuno comentan posibilidades, cosas que van a probar, respuestas que van a elegir; entonces acuerdan volver y jugar juntos, desanudar la historia que lleva ya dos días trabada, unir fuerzas, porque la aventura es siempre de a dos.

 


Marvin Clock

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