ficción lúdica

73

1938

Múnich 

La noche de los cristales rotos

Rudolf lleva dos pesadas maletas de cuero rumbo a la estación de trenes. Pronto la nieve se amontonará en las veredas y en los bordes de los escaparates de las tiendas, piensa, y pronto va a tener dieciséis años. Pero los cumplirá lejos de sus amigos, en verdad muy lejos. Siente una mezcla de sensaciones, como si el frío, o tal vez el miedo, se le apretara en el estómago. Sus padres van detrás, también cargados y sin hablar.

Andan entre la muchedumbre, andan entre una lluvia de hojas secas arrancadas de los árboles por el viento. Al joven Rudolf le parece un trayecto interminable, que comenzó dos días antes en el consulado norteamericano. Habían sido admitidos en ese lejano mundo. Todo es tan rápido, tan urgente, incluso tan desesperante, que no ha podido siquiera despedirse.

La locomotora negra está temblando junto al andén. Se queja con un chirrido metálico, resopla y hace brotar una columna de vapor. Rudolf se coloca en la fila de pasajeros, la mayoría judíos de rostros conocidos, pero mira a los ojos brillantes de su padre, como preguntándole si van a subir, si es real que deben marcharse. La respuesta llega en forma de una mano que le conforta, una mirada apenada pero firme.

Dos horas más tarde, el tren abandona la gran ciudad y se va perdiendo entre los árboles deshojados por el viento de octubre. Atrás empiezan a quedar el verde Robalden, la inmensa Alemania, toda la vida que conoce. Dos meses después la nieve no habrá caído aún, pero los vidrios quebrados de los escaparates brillarán en el suelo, por todas partes, en todas las ciudades. Las casas y los hospitales serán saqueados, las escuelas y las sinagogas molidas a golpes de maza, noventa y un judíos muertos y treinta mil enviados a los campos de concentración.

 


Marvin Clock

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