1889
Kioto
Nintendo
Fusajiro tiene 30 años cuando deja de ser aprendiz y decide meterse por su cuenta en el negocio de la fabricación de Hanafuda. Tres siglos estuvieron prohibidos los juegos con cartas, porque son instrumento de vicios y perdición, pero desde hace cuatro años volvieron a ser legales por autoridad de la restauración Meiji. La frontera, abierta de nuevo, retoma el contacto con el Occidente y así Japón inicia la búsqueda de las cosas perdidas por los años de hermetismo. Libres de la prohibición, decenas de fabricantes de cartas aparecen en Osaka y Kioto, cientos de salas de juego abren por todas partes. El joven artesano se instala en una humilde barraca del barrio de Ohashi, que usará como taller y tienda; invierte sus ahorros en materiales, sobre todo en corteza de mitsumata, la morera de China, y coloca un cartel al frente que reza: Yamauchi Nintendo.
Esto puede leerse de dos maneras, he ahí la genialidad del artesano. Una forma remite al verso final de un poema milenario, «deja la suerte en manos de los dioses», pero otra puede ser «el templo del Hanafuda libre» o «el lugar donde se permite fabricar Hanafuda».
En los años de la prohibición, los juegos de cartas han cambiado poco. Se han suplantado los números de las barajas occidentales por los meses del año, y los palos por las estaciones, en un vano intento por eludir la prohibición del shogunato. Las barajas del juego de las flores tienen 48 cartas muy bellas dibujadas a mano. También han surgido variantes. Las Uta-garuta son cartas para recitar, derivadas de los antiguos juegos hechos con conchas y poemas que solían entretener a las clases altas y que ahora están al alcance de todos; las Iroha-garuta utilizan sílabas y proverbios para que los niños aprendan sobre la cultura japonesa. Las reglas de Hanafuda son simples pero efectivas. Participan tres jugadores y se requieren dos barajas de 48 cartas. El primero toma una baraja (yomifuda, cartas de lectura), y las cartas del otro mazo (torifuda, cartas para atrapar) se colocan a la vista de los otros dos participantes, que están arrodillados frente al tatami. A su turno, el lector recita un fragmento de una karuta al azar. Los jugadores deben encontrar rápido la carta que completa el poema, o proverbio, o sílaba. Gana el que más cartas consigue atrapar. Así, las karuta permiten aprender, ejercitar la memoria y templar los reflejos.
Es este amplio mercado el que Fusajiro ve con interés, y tiene razón, porque al poco tiempo la demanda lo obliga a emplear un aprendiz y enseguida otro más. La elaboración es artesanal, lenta y trabajosa, por lo que solo las karuta más hermosas y bien terminadas forman las barajas de Nintendo. Aunque caras, se destacan por la belleza de sus figuras y el brillo de las tintas. Son pequeñas –3,3 cm. x 5,4 cm.– pero gruesas, elaboradas con láminas de madera, arcilla y papel, y las imágenes van estampadas con sellos y pigmentos. Las cartas que no consiguen la aprobación de Fusajiro se destruyen.
Sin embargo, más temprano que tarde, el artesano comprueba que las ventas van en caída libre. La competencia es feroz y Fusajiro no puede disminuir el precio de sus barajas. Por otra parte, están hechas para perdurar, por lo que un cliente rara vez las repone. Para complicar más las cosas, sólo puede venderlas en forma local y en la tienda de un amigo en Osaka. No alcanza. De modo que Fusajiro tiene una gran idea: deja de desechar las cartas defectuosas, y en cambio las vende más baratas en una línea que denomina Tengu, en recuerdo del demonio narigón, sinónimo de Hanafuda. El negocio vuelve a la cima de ventas, y el nombre Nintendo se hace popular en Kioto y Osaka.