1845
Filadelfia
Euphonia
En la sala no cabe un alfiler. Las butacas están ocupadas y hay gente de pie. Otros, parados sobre la punta de los zapatos, se asoman por las puertas intentando ver. El aire está espeso de aliento y de espera. Al frente, una sábana cubre lo que imaginan es un aparato. Por fin, anuncian al señor Joseph Farber. Ya era hora.
Farber es un estudioso de la voz humana y viene desde Londres a presentar en suelo norteamericano su Fabulosa Máquina de Hablar. Tras un breve preludio descorre la sábana blanca. El aparato es una especie de piano o clavecín de patas torneadas con una extraña estructura de madera encima, como si fuese un andamio que sostiene un sistema de fuelles conectados al instrumento de música. Una cabeza de mujer unida al sistema de fuelles por una compleja tubería cuelga de la estructura como si fuera la Medusa clavada en una pica.
Un hombre se sienta en el banquillo y toca una nota. La sostiene presionada un instante. Luego arremete hacia las teclas como comenzando un concierto. «Buenas tardes, me llamo Euphonia», la voz femenina sale de la boca de la mujer que se mueve. Tiene un acento extraño.
La cara de Euphonia esconde una réplica mecánica de la garganta humana, con mandíbulas, cuerdas vocales, glotis y lengua. Euphonia sigue hablando por el transcurso de una hora hasta que finaliza la exhibición. Todos concluyen lo mismo. La máquina es maravillosa. Pero Euphonia tan perturbadora como un cuento de Poe.