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Constantinopla
El trono de Salomón
El emperador Teófilo de Bizancio admira el esplendor cultural, científico y económico del califato abasí de Bagdad. Allí acaban de construir la Casa del Saber, que emula lo que fuera el Museion y la malograda biblioteca de Alejandría. Estudiosos de todo el califato dedican horas a la traducción de textos griegos, persas, sánscritos y de cualquier otro. Sabe que, estudiando a los alejandrinos, los musulmanes se han vuelto expertos en la construcción de mecanismos automáticos. Pero a Bizancio no es fácil hacerle sombra. Lleva más tiempo con estas cosas.
Teófilo, si bien es culto, siente la presión por lavar su origen: su padre Miguel II «el tartamudo», talentoso soldado semianalfabeto devenido emperador. Está decidido a ser recordado como adalid de la cultura. Quiere ver a su Bizancio rivalizando en el plano artístico e intelectual con Bagdad. Pone gran empeño en eso y entre otras cosas encarga a los especialistas la construcción de un trono imperial como el del legendario rey Salomón.
Luego de un arduo trabajo está listo. Parten correspondencias con sellos oficiales hacia los cuatro puntos cardinales participando a una ceremonia en palacio. En la corte corre como reguero de pólvora la noticia de que el emperador estrenará trono. Los invitados, que se imaginaban una soberbia silla, no salen de su asombro al ver a Teófilo enmarcado en un enorme árbol de cuyas ramas penden aves que se mueven y cantan. El emperador está rodeado de leones que agitan su cola con fastidio mecánico mientras rugen amenazantes. Lo secundan grifos mezcla de águila y felino que graznan. El conjunto es en su totalidad de bronce tan brillante que irrita la vista. Las bestias autómatas son regulares en sus movimientos y voces, pero no por ello dejan de ser verosímiles. «Perdió la cordura definitivamente», piensan algunos enemigos allí presentes. Otros ven la grandeza oriental de su monarca. El trono comienza a elevarse lento hasta que alcanza la bóveda del techo, que no es poca altura. Teófilo el justo y sabio los observa desde arriba.
Tiempo después, una vez muerto, su hijo Miguel III lo sucede. Tal vez ese trono, que le queda grande, lo desconcierta. Y manda a destruirlo.