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Aquisgrán
El regalo árabe
Los inviernos en Aquisgrán son más benignos que en otras partes de su imperio. Prefiere estar cerca de las aguas termales, que le alivian el dolor de los huesos. Ya no es un chico. Rodeado de su corte, Carlomagno, «Imperator Augustus», evalúa el estado de sus dominios y planifica los pasos que dará la próxima primavera.
Esa tarde hay algo que lo mortifica. Acaban de avisarle que viene en camino una caravana con regalos de Harún-al-Raschid, el gran califa de Bagdad, con quien mantiene una sólida amistad. Amistad en el sentido de que prefieren no guerrear y sí enviarse regalos con frecuencia. Ya ha recibido, en cantidades, ungüentos, bálsamos y medicinas, esencias aromáticas, especias, alhajas y monos. Y toda la corte carolingia recuerda el último regalo: un elefante. Jamás habían visto semejante fenómeno de la naturaleza y cuando la bestia comenzó a barritar sembró pánico hasta entre sus generales más valerosos. Algunas señoras presentes, Gersuinda, Madelgarda y Adeltruda, sufrieron desmayos, colapsos nerviosos y ataques de hipo.
Los regalos de Harún son francamente magníficos y Carlomagno se afana en retribuirle con objetos que estén a su altura, pero todo le parece poco. Ni siquiera el acero de sus espadas puede competir con el de Damasco. Así que las visitas de los emisarios del califa las vive en secreto con envidia y humillación. Aun así, eso es mejor que la guerra contra el poder de Bagdad.
Por fin llega el cargamento a las puertas de su palacio. Unos técnicos árabes, de amplios saberes alejandrinos, desembalan la enorme caja de madera y comienzan a instalar un extraño objeto de bronce. Días después está listo: un reloj mecánico accionado por agua. Cada hora se anuncia con el estruendo de la caída de unas bolas de bronce sobre un disco metálico. Toda su corte está pendiente del reloj, que además es de un refinamiento inhabitual. Al mediodía, sentados a la mesa del almuerzo, no sacan los ojos del aparato a la espera de la caída de la bola. A un golpe de magia, se abren doce portezuelas por las que asoman doce caballeros con vistosos atuendos orientales. «¡Califa cabrón!», piensa Carlomagno detrás de su sonrisa forzada. Su gente aplaude con ganas la nueva maravilla.