ficción lúdica

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1972

Santa Clara, California

La fiebre Pong

Una pared que salta en pedazos puede tener dos motivos. Es una explosión, o es Nolan Bushnell abriendo un boquete con una maza.

No queda nadie indiferente a la locura del nuevo prodigio computarizado. La noticia se expande en los alrededores del Andy Capp, y cuando echa raíces en los estudiantes de Stanford, el bar parece un lugar de peregrinaje. Filas de hombres solos y parejas esperan su turno para gastarse los mejores veinticinco centavos del día.

El ingeniero All Alcorn ahora se encarga de vaciar el cartón de leche en su bolso de monedas durante todo el día.

Nolan Bushnell ve un gran negocio en Pong, que funciona mejor de lo previsto con su inocente truquillo. Cynthia, que a veces es recepcionista, otras personal de limpieza y cada tanto conejillo de Indias, se queja por el teléfono que no para de timbrar. Atari está recibiendo pedidos de otros bares interesados en tener sus propias filas de jugadores, porque también son potenciales clientes (y muy buenos bebedores de cerveza).

Va y viene Nolan entre Bally Midway y Nutting Associates, echando humo y ofreciendo Pong, porque necesita fondos de inversión. Atari por su cuenta no puede construir las máquinas. No tiene una línea de montaje ni cómo distribuir la producción. Pero con la queja de Cynthia cambia de idea. Pide comisiones ridículas para sacarse de encima las conversaciones previas con ambas empresas y decide presentarse en los bancos en busca de un crédito.

No le va bien, porque para los banqueros los videojuegos son hermanos de las tragamonedas, que vienen arrastrando fama de mafiosas desde que el alcalde de Nueva York las hiciera declarar ilegales. La prohibición se había extendido por todos los estados del país, excepto en Nevada, donde las slot machines eran el corazón de la viciosa ciudad de Las Vegas, nuevo asentamiento de la familia Luciano y los aplomados muchachos de Frank Costello. Allí estas ruidosas máquinas de apuestas por azar producían la mitad de los ingresos de los casinos, toda una barbaridad, y por supuesto financiaban las actividades no muy santas de la cosa nostra. Esta mala reputación de las tragaperras acompañará a los juegos de video durante décadas, incluso cuando la prohibición finalmente termine, en 1976. Pero, en estos años, no se entiende la diferencia entre ambos tipos de máquinas.

Nolan entonces decide apostar todo lo que tiene Atari, que no es mucho. Los ingenieros se pasan semanas construyendo las primeras once máquinas de Pong. Un trabajo fenomenal que tiene doscientos ochenta dólares de costo por unidad y se vende al instante por novecientos. En este punto, el prototipo del bar de Andy Capp está recaudando doscientos dólares a la semana, una cifra descomunal si se compara con los típicos cincuenta verdes de un pinball. Con las ganancias, los sudorosos Atari construyen un nuevo lote de cincuenta máquinas, y otra vez las venden de inmediato. El dinero fluye, y Pong se multiplica por los bares y cafeterías. Luego por las gasolineras y estaciones de autobús. Luego por los drugstores y las heladerías. Y en cada lugar la gente enloquece para jugar una partidita por veinticinco centavos. No importa que los pinballs den tres partidas por una moneda. Pong es caro, pero algo nuevo y fácil de jugar. Cualquiera puede hacerlo y todos entienden de inmediato las instrucciones: Avoid missing ball for high score.

Nolan sigue visitando bancos, y le siguen mostrando la puerta. Hasta que logra convencer a Wells Fargo y obtiene un crédito de cincuenta mil dólares, que no es mucho, pero permite que Atari tenga una línea de montaje para fabricar ciento cincuenta máquinas de Pong.

Lo siguiente para Nolan es visitar una oficina de empleo, de la que regresa no muy feliz con un montón de drogadictos en rehabilitación, Hell’s Angels y otros fenómenos naturales. Y con un golpe de suerte y de maza, Nolan renta el hangar contiguo que acaba de desocuparse y abre un agujero en la pared para duplicar el tamaño de la empresa.

Las semanas siguientes son muy similares a un caos, pero Atari logra concretar la producción y despedir a los peores empleados, en especial a los que se robaban los televisores.

Y así es como Pong se vuelve tan popular. Tanto, que muchos piensan que es el primer videojuego de la historia. En verdad es el primero en estar en boca de todo el mundo, y esto es literal. Los clones del juego empiezan a aparecer como conejos de una galera. Chicago Coins y Williams, que fabrican pinballs, gramolas y máquinas de premios operadas por monedas, lanzan sus propias versiones del juego. Bally Midway lo licencia –un cinco por ciento de sus ganancias van a las arcas de Atari– y lo mismo hace Nutting Associates, que comercializa una versión llamada Computer Space Ball y vende cerca de ocho mil máquinas, cifra muy parecida a la del propio Atari. En el estado de Florida, Allied Leisure va de un millón y medio de ingresos en 1972 a once millones en 1973 con dos máquinas parecidas, Paddle Battle y Tennis Tourney. Y desde allí el fenómeno Pong salta los mares en todas direcciones, llevando la idea del videojuego a millones de personas.

 


Marvin Clock

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