ficción lúdica

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1972

Sunnyvale, California

La leyenda de Pong

Allan Alcorn detiene su coche frente al colorido bar de Andy Capp, pero no baja todavía. El corazón le golpea como un tambor. ¿Cómo diablos había terminado en esta situación? Hasta hace meses era ingeniero novel en Ampex Corporation pero las cosas se habían puesto feas por falta de trabajo. Entonces, como un milagro, había aparecido Nolan Bushnell a hacerle una oferta. Allan no tenía opciones, por lo que aceptó subirse al tren loco que estaba montando con el igualmente demente Ted Dabney.

Los conocía porque había sido aprendiz de ambos cuando trabajaban desarrollando equipos de grabación de video para Ampex. Así que, recién cumplidos veintidós años, Allan firmó contrato con Atari el mismo día de junio en que nacía la empresa. Bushnell le pagaría mil dólares al mes, que era doscientos pavos menos de lo que ganaba hasta entonces, pero con un jugoso diez por ciento de la compañía. Bushnell le había mentido –ahora lo sabía– diciéndole que Atari estaba contratada por General Electric y que el dinero brotaría de cada maldita grieta de la pared. Además, su puesto era el de vice-algo, y eso sonaba a un avance.

Atari estaba en uno de esos típicos galpones vacíos de cien metros cuadrados con una cortina enrollable como puerta y un baño, que alquilaban a bajo precio todos los emprendedores de California. Y en ese momento, tenía sólo cuatro integrantes, que eran los dos propietarios, Alcorn y una empleada latina todo terreno de diecisiete años, Cynthia Villanueva (la única que permaneció en la empresa cuando los demás siguieron camino).

Al se muerde los labios y sale del automóvil con una caja de reparaciones en la mano. Luego se dirige, pensativo, a la entrada del bar.

Estaba familiarizado con la tecnología TTL –transistor-transistor logic– con la que se programaban los juegos, pero no tenía experiencia en el rubro. Así que Bushnell, que recientemente había visto un juego de ping pong en una exposición, le dijo que hiciera uno parecido. Y que fuera uno tan simple que pudiera jugar un borracho, porque con Computer Space ya había tenido demasiado. El trabajo sería para un cliente, otra mentira. Al no podía saberlo, y se puso a trabajar sólo con la descripción proporcionada por Bushnell y los terribles planos de Computer Space como guía, que según su creador eran de una complejidad bellísima pero que el joven ingeniero optó por desechar. Le parecieron un mamarracho. Sabía que el juego debía tener una pelota capaz de rebotar entre dos paletas y en los márgenes de la pantalla, porque eso quería Bushnell. Le resultó fácil hacerlo. Sin embargo, luego de montar el circuito y cuando pudo empezar a probar el juego, notó que era aburrido. Pensó que sería buena idea agregar un contador de tantos, y que las paletas –apenas dos líneas brillantes sobre el fondo negro de la pantalla de un viejo televisor Hitachi de oferta– en lugar de un solo bloque estuvieran formadas por ocho pequeños cuadrados, dividiendo así la «paleta» en cuatro segmentos. Si la «pelota», que era otro cuadradito de luz, tocaba la paleta en los dos segmentos del centro, cambiaba de dirección 180 grados; si pegaba más lejos se desviaba un poco, y si daba justo en los extremos el rebote era de 45 grados. Además, luego de cierta cantidad de golpes la pelota se aceleraba. Era un juego de ángulos y los rebotes en las paredes se había vuelto una estrategia fundamental. Para mejor efecto, y sin pensarlo mucho, agregó unos sonidos simples.

El joven ingeniero tuvo listo el prototipo en tres meses. En ese lapso, Bushnell no le había prestado atención, ocupado en crear una versión multijugador de Computer Space para proponérsela a Nutting Associates, y en vender un arcade de carreras computarizado (que aún no tenía) a Bally Midway. Por otra parte, él y Dabney habían empezado un servicio de reparaciones de pinballs, gramolas y otras máquinas operadas por monedas a lo largo del circuito principal de salas recreativas de Santa Clara. Era lo que estaba pagando los costos y apenas alcanzaba el tiempo para otra cosa. Pero cuando por fin Al les mostró el juego de ping pong, ambos se sorprendieron. Nolan tuvo que admitir que sólo se lo había encargado como un ejercicio, pero que le parecía fenomenal. Varias noches jugaron Nolan, Ted, Cynthia y Al, y siempre se divertían a lo grande. Así que Bushnell decidió probar qué ocurriría de llevar el juego al bar de un conocido en Sunnyvale, que era parte del recorrido del servicio de reparaciones. Allan hizo entonces algunos ajustes más –la placa nunca se había fabricado y todo era un enredo de cables–, y Ted construyó un mueble con el mecanismo de monedas, que por cuestiones de presupuesto las arrojaba en un cartón de leche vacío.

El ingeniero Allan Alcorn, petiso y con aspecto lúgubre, empuja la doble puerta y lo primero que ve es una sala de recepción oscura, sobrecargada de adornos y con varias máquinas recreativas. Hay algunos pinballs y una Computer Space, y allí está Pong, como la ha bautizado Nolan. Sólo un borracho juega al pinball. La máquina de Atari está sola.

Deposit quarter

Ball will serve automatically

Avoid missing ball for high score

El corazón de Al Alcorn parece que va a estallar en cualquier instante. Debe cumplir con el pedido de Bushnell. Después de todo, podría funcionar. Tras volver a comprobar que no hay miradas indiscretas, rápidamente el ingeniero utiliza la llave que trae y destraba la pequeña portezuela del mecanismo receptor de las monedas. Ya puede ver el cartón de leche, casi vacío. El sudor le llueve por la cara mientras mete puñado tras puñado de monedas de veinticinco centavos y vuelve a cerrar con llave. Se incorpora mirando alrededor, pero el borracho apenas le presta atención, ocupado tanto en pegarle duro a los flippers como en seguir de pie. Acto seguido, Al va hasta la barra y pide un café. Y luego otro, y otro. El dueño no lo conoce, de manera que no puede sospechar, repite una y otra vez para sí mismo. Dos horas tiene que esperar hasta que llega la queja de un cliente. No puede jugar, no anda, dice. Allan ve que el gerente va hasta la máquina, olfatea un rato y vuelve para hacer una llamada telefónica. Media hora más tarde, Nolan Bushnell y Ted Dabney llegan apurados y abren la máquina para proceder a su reparación. Y entonces se escribe la historia: nadie puede creer que el problema de Pong no es un mal funcionamiento, sino que ya no le entran moneditas del éxito que tiene. Será bueno, grita Nolan, que hagamos correr la voz.

 


Marvin Clock

[133:134:135]   105, 106

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