ficción lúdica

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1971

Palo Alto, California

El juego de la galaxia

Las naves de Steve Russell combaten en las cuatro universidades estadounidenses que pueden darse el lujo de disponer de un mainframe con suficiente potencia de fuego. Una de ellas es la Universidad de Stanford, y hay dos de los estudiantes que quieren ir más lejos porque es obvio que una máquina así, si estuviera al alcance de la gente común, y equipada con un mecanismo para cobrar algunos centavos como los juegos de feria, sería el negocio de sus vidas. Bill Pitts tiene la idea, y Hugh Tuck tiene el dinero, porque viene de una familia de buena posición.

Este año, Digital Equipment ofrece la PDP-11, una versión no solo mejorada del computador usado para Spacewar!, sino también cien mil dólares más barata. Veinte mil todavía es una cifra considerable, pero Pitts y Tuck imaginan que de alguna forma podrán recrear el juego en el nuevo equipo para tener su propia versión comercial. Y dicen: seguro que podemos abaratar los costos más adelante. Así que Tuck consigue los veinte grandes y se meten todos los fines de semana, durante dos años, en el garage de Pitts. Por desgracia, este dúo es brillante para la tecnología, pero pésimo para los negocios. Así se cometen los graves errores en este mundo: lo primero es planificar una estrategia comercial, so pena de fallar, y así fallan. No importa que en el medio reciban una llamada desde Mountain View de un tal Nolan Bushnell, invitándolos a visitar su proyecto, que es muy parecido, y que la reunión termine en nada más que un par de tazas de café. Dos años más tarde, y dos meses más temprano que Bushnell, los buenos de Pitts y Tuck darán a luz una preciosa máquina con dos sillones de combate espacial, un clon perfecto de Spacewar! y un igualmente perfecto sistema de cobro con monedas. Para entonces, los Tuck habrán invertido sesenta y cinco mil dólares. La súper máquina, que sus creadores llaman Galaxy Game, será la primera computadora multijugador que funcione con monedas en toda la historia, pero apenas en un par de meses quedará en evidencia que ni recaudando sin parar podrá recuperar lo invertido, mucho menos dar ganancias. Desde luego, al rectorado de Stanford tampoco le agrada que la máquina distraiga a los estudiantes y ordena quitarla del campus.

 


Marvin Clock

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