212 a.C.
Siracusa, Magna Grecia
El final de Arquímedes
La daga del soldado romano lo mata a traición. Lo deja tirado en el suelo, oculto en la calleja mal iluminada por la luna. El dolor es punzante. Calcula varias horas de agonía hasta que la sangre se escurra de su cuerpo por completo.
La ciudad cayó después de dos años de asedio y Arquímedes se llenó de gloria con sus inventos como ingeniero militar, que sembraron pánico y muerte entre los sitiadores. Su sistema de espejos puede quemar el velamen de los navíos y su garra infernal, que los romanos llaman «manus ferrea», es capaz de hundir un barco de guerra… Claro, se la tienen jurada. Sus máquinas causaron estragos. Pero Marcelo, el general al mando de la toma de Siracusa, es pragmático y lo quiere vivo, de su lado. Ya no será posible.
Mientras abandona la vida con sigilo sobre su charco de sangre, recuerda sus logros y se ensoberbece. El tornillo sin fin para sacar agua, la mecánica de fluidos, la polea compuesta, todos los productos de su genio matemático en una secuencia interminable. Pero al llegar a sus clepsidras, se detiene en ese recuerdo. Los relojes de agua con sus flotantes son sus favoritos. Los conoció durante su temporada en Alejandría, mejoró su funcionamiento y, siguiendo los pasos de Arquitas, le incorporó autómatas a su mecanismo: unas víboras que se mueven entre los árboles, pájaros que pían y un músico que toca su flauta de Pan. Recuerda aquel en el que un rostro mueve los ojos al compás de las horas. Y el último, el más espectacular, el verdugo que cercena cabezas. De todas sus creaciones estas son las que más felicidad le causan, qué tontería. Inútiles como son. Apenas si ve. Ya muere.